T   E   X   T   O

IRREVERENTE

Por Andrés Timoteo

DESENTERRADOS

“¡Ya topamos con el fondo, ya no hay más, solo tierra!”, fue el grito con eco que se oyó desde las profundidad y que, a la vez, se captó en el ‘walkie-talkie’. -”¿Están seguros? No sería mejor excavar más”, les respondieron desde arriba. -”Ya lo hicimos, dos metros más, ya son 42 y ya hay restos”, insistieron los arqueólogos forenses.

Así, el pasado 10 de febrero concluyeron 21 años de excavación en el Pozo de Vargas, una de las fosas clandestinas más grandes de Argentina de la que se extrajeron 149 esqueletos de personas desaparecidas durante la última dictadura militar (1976-1983). No los sacaron enteros ni fue fácil recuperarlos pues el Pozo de Vargas es una oquedad de 40 metros.

Originalmente sirvió para proveer agua para el ferrocarril y los sembradíos de caña de azúcar en esa región de Tucumán, al noreste del país sudamericano, pero a mitad de los años setenta comenzó a ser rellenado de escombros y cuerpos. Los 149 esqueletos se obtuvieron tras armar un ‘rompecabezas’ de 37 mil fragmentos óseos que debieron separar de las 150 toneladas de tierra, piedras y escombro sustraídas.

¿A quiénes pertenecen esos restos? A estudiantes, maestros, políticos, abogados, campesinos, obreros, activistas sociales, artistas, periodistas y académicos. Todos fueron secuestrados y desaparecidos por la milicia. De ellos, 116 han sido identificados a partir de análisis de ADN, pero 23 siguen en calidad de desconocidos.

Nadie los busca, nadie los ha reclamado y no se tiene un archivo genético para una comparación. Es decir, se desconoce quiénes son sus parientes vivos. Entonces, fueron a parar a un sepulcro formal, pero anónimo. “Es lo peor de la desaparición forzada, cuando ya nadie te reclama aunque aparezcas”, comentó a la prensa uno de los representantes de la Fundación Memorias e Identidades, encargada de gestionar el sitio.

La fosa fue descubierta en el 2001 tras la delación de unos soldados y comenzó a excavarse en el 2002. En el 2004 se encontraron los primeros restos humanos. Su importancia memorística es grande pues la fosa comenzó a ocultar cadáveres desde el año 1975, casi un año antes del golpe militar del 24 de marzo de 1976.

El 9 de febrero de 1975, aun bajo el gobierno de Isabel Perón, mil 500 soldados   arribaron a Tucumán para combatir a los “comunistas” y comenzó la represión. Hace 48 años, el Pozo de Vargas se comenzó a llenar de muertos  y casi medio siglo después se culminó el desenterramiento de las víctimas.

La noticia viene al caso pues, como ya se ha dicho, en el tema de los desaparecidos el Cono Sur debe ser un espejo para México. Y Argentina es pionera en técnicas de búsqueda, procesamiento forense de las tumbas clandestinas y reconocimiento de los restos localizados.

Allá llevan cinco décadas buscando a sus ausentes forzados y todavía no terminan. ¿Qué le espera a México -y a Veracruz incluido-? Un larguísimo camino para localizar a sus perdidos. Ya se comenzó a recorrer desde hace al menos un decenio con madres y padres de las víctimas de desaparición forzada que están rascando la tierra en su búsqueda.

Hay logros encomiables y paradigmáticos como es la fosa de Colinas de Santa Fe, en el puerto de Veracruz, localizada por el Colectivo Solecito en el 2015 y la cual a base de presión civil a las autoridades fue procesada por la vía forense. Los trabajos duraron tres años, iniciaron en el 2016 y se concluyeron el 7 de agosto del 2019.

276 ‘FANTASMAS’

En el predio de 36 hectáreas se encontraron 156 fosas de las que sacaron 298 cráneos y 22 mil 900 fragmentos óseos, pero al contrario del éxito en el proceso de identificación de los desenterrados en el Pozo de Vargas, en Colinas de Santa Fe apenas se logró identificar a 22 personas por tamizado genético.

Las otras 276 se fueron a otra tumba común, sin nombre y sin nadie que les llore o les rece. ¿Por qué tal disparidad entre las fosas jarochas y la fosa argentina? Porque en Veracruz faltó el trabajo de recuperar la memoria que es multidisciplinario pues involucra a científicos, sociólogos, historiadores y hasta periodistas.

En Tucuman, la Fundación Memorias e Identidades fue el resultado de una convergencia de organizaciones civiles, científicas y universitarias que junto al gobierno argentino extendieron la labor en los terrenos antropológico, sociológico e historiográfico porque no solo se trata de recuperar los cadáveres sino también la memoria.

Tras sacar los muertos de la tumba se debe armar sus historias personales. Contar quién fue cada uno, qué hizo, cómo desapareció, quién o quiénes los desaparecieron, dónde vivió, qué hacía en vida, por qué se convirtió en víctima, explican los miembros del Colectivo de Arqueología, Memoria e Identidad de Tucumán (CAMIT), una de las organizaciones de la Fundación.

Del Pozo de Vargas también se recuperaron retazos de tela, zapatos, abalorios y otros objetos personales llamados “evidencias asociadas” y que sirven para ayudar a conocer a las víctimas. Luego hay que ir con sus sobrevivientes -familiares, vecinos, conocidos, camaradas, etcétera- para que cuenten lo que saben y así recuperar el recuerdo personal para luego construir la memoria colectiva. Ningún desenterrado debe quedar sin historia.

En Veracruz no hubo ese proceso post-extracción de restos humanos. Al Colectivo Solecito lo dejaron solo y sus integrantes hicieron lo que humanamente les fue posible. No hubo un respaldo académico ni científico ni tampoco la voluntad oficial para recuperar las historias unitarias ni construir la memoria comunitaria.

Por lo tanto, los 276 desaparecidos-desenterrados terminaron como ‘fantasmas’ reales, sin historia personal, sin nadie que les haya guardado luto e incorporarlo al recuerdo sanador, sin que ningún deudo visite sus nuevas tumbas y sin que el mundo sepa qué, cuándo y por qué les pasó, y quién se los hizo. Tan maltratadas fueron las víctimas de Colinas de Santa Fe que hasta destruyeron el pequeño memorial que allí colocaron en el 2019.