IRREVERENTE
Por Andrés Timoteo
HACE 23 AÑOS
Finalmente Karl no tocó tierra veracruzana ni como huracán ni como tormenta tropical pues se disipó el sábado. Eso sí, provocó intensas lluvias en el sur del país y, por consecuencia, todas las afluentes crecieron y algunas se desbordaron. Esta vez, Karl no fue mortífero y eso ya es ganancia dadas toda las calamidades meteorológica que el país y el estado padecen desde hace tiempo.
Además, que la naturaleza no castigue también es un alivio porque no hay recursos federales para ayudar a los que resulten damnificados. Y no lo hay porque el dinero público es enviado al Tren Maya, al aeropuerto de Santa Lucia o a la refinería de Dos Bocas así como al pago del ejército de votantes que cada mes cobran ayudas en efectivo. Por eso se agradece que la tormenta Karl no se haya cebado contra la población.
Hace 23 años, otra tormenta tropical sí castigó y de forma apocalíptica. No es exageración pues quienes lo vivieron y documentaron-reporteros, fotógrafos y camarógrafos, entre ellos – dieron testimonio de las escenas cataclísmicas. ¿Lo recuerdan? Pueblos enteros bajo el agua, otros desgarrados por las barrancadas, casas enteras con sus habitantes adentro arrastrados por la corriente, cadáveres colgados de los árboles o enredados en los cables de energía eléctrica, a varios metros de altura que se calcularon cuando iban bajando las aguas.
Miles de pobladores aislados durante días, refugiados en cerros, en copas de los árboles o en las torres de templos. “La mitad de Veracruz bajo el agua”, decían algunos titulares de periódicos y era cierto, las imágenes aéreas así lo confirmaban. Toda la infraestructura carretera del norte veracruzano se fracturó y la mitad del estado quedó incomunicada.
¿Se acuerdan de estos nombres? Ojite de Matamoros y Sabaneta en Coxquihui, y Martinica y Tres Naciones en Papantla que durante una semana se dieron por desaparecidos. El agua desbordada del río Tecolutla los cubrió por completo y en su momento se dijo que habían sido borrados de la faz de la tierra. Luego sus habitantes aparecieron en las cumbres de cerros y árboles contando historias espeluznantes -claro los que sobrevivieron-. Eran unos mil pobladores en esas cuatro comunidades y aparecieron apenas 700.
En El Cepillo, comunidad de Gutiérrez Zamora todo lo engulló el lodo. Cuando ingresaron los soldados, abriéndose paso con palas y azadones para mover la densa cobertura de fango de más de un metro de altura, encontraron en una vivienda a una pareja abrazada. Como la avalancha de agua lodosa llegó por la madrugada, el matrimonio solo tuvo tiempo de despertar y abrazarse. Así murieron, así quedaron y así los hallaron.
Los habitantes sobrevivientes de El Remolino, en Papantla, contaban que la corriente arrastraba cuerpos de todo tipo: hombres, mujeres, ancianos y niños. Iban mezclados con las ramas, troncos, animales y basura. “Todo bajó de allá arriba”, dijeron los lugareños. Tenían razón, la riada con sus víctimas humanas y animales venía de los altos del Totonacapan tanto de Veracruz como de Puebla.
EL SANTO DAMNIFICADO
Los 400 habitantes que tenía El Coronado, en Gutiérrez Zamora, fueron literalmente diezmados. Los afortunados huyeron a los montes elevados, pero otros decidieron refugiarse en la torre de la iglesia que se desmoronó con el azote del torrente. Días después, cuando las aguas cedieron y se instalaron carpas para refugiar a los sobrevivientes allí también dieron asilo a la estatua de San Antonio Coronado, quien da el nombre al poblado.
La figura en yeso y madera sorpresivamente no fue destruida por las aguas furiosas. La hallaron atrapada entre las ramas de un roble y luego, el santo fue llevado al mismo refugio de los humanos. Ahí estaba con ellos el patrono del lugar, damnificado también.
Como siempre sucede, cuando el gobierno abandona al pueblo es el mismo pueblo el que se organiza para auxiliar a los suyos en la tragedia. Así nació la Alianza Cívica Papanteca (ACP) que instaló su sede en el parque central de Papantla y convocó a decenas de ciudadanos que se convirtieron en rescatistas. Maestros, obreros, estudiantes, amas de casa, campesinos, comerciantes y demás se sumaron a la causa como brigadistas amateurs. La emergencia los obligó a eso.
Entre ellos destacó la “Brigada Suicida”, una decena de jovencitos que no pasaban de los 20 años y que a bordo de una camioneta prestada hicieron proezas para llegar hasta las comunicadas aisladas a rescatar personas y llevarles medicinas y alimentos. La unidad no tenía sirena, pero con sus propias voces simulaban el sonido y la gente sabía que la ayuda había llegado.
Casi todos eran varones, solo una mujer iba con ellos. Una estudiante de enfermería que la hacía de médico. No había galenos disponibles, no llegaba la ayuda oficial, los militares no se daban abasto, así que esta estudiante hizo lo que pudo e hizo milagros. Salvó a muchos.
Mientras tanto, en muchas comunidades la gente se peleaba a golpes e incluso a navajazos por una despensa. En algunos lugares, la turbamulta asaltaban los camiones del Ejército que lleva comida pues el hambre convirtió a los hombres en bestias. Imágenes apocalípticas, se insiste. Y todo se narró en su momento.
LO MISMO DE SIEMPRE
¿Cuántos murieron en aquellas inundaciones? No se sabe con exactitud. El gobierno dejó la cifra en 489 decesos y 400 mil damnificados en todo el país, pero la cifra real fue mucho más alta. Tan solo en Veracruz se habló de miles de muertos, hubo la versión de que se usaron fosas clandestinas para minimizar la cifra y de gente que nunca apareció.
Sucedió hace 23 años, del 4 al 6 de octubre de 1999. La depresión tropical número 11 que se mantuvo estacionada en el Golfo de México, frente al norte de Veracruz, causó daños similares a los de un huracán de varias escalas Saffir-Simpson. Hoy, muchos de los damnificados de aquel meteoro siguen como tales. La ayuda llegó a cuentagotas y en algunos puntos ni siquiera llegó. Aconteció lo de siempre: los políticos y funcionarios se robaron el dinero.
En aquellos días, Ernesto Zedillo era presidente y Miguel Alemán gobernador. Ambos ahora viven en el extranjero. El primero como empleado de las transnacionales y el segundo huyendo del fisco. Los dos de infausto recuerdo porque fueron tan dañinos como esa depresión tropical que ni siquiera tuvo nombre.