Por Andrés Timoteo
PERIODISMO Y BOHEMIA
Como a todos los gigantes de la literatura, a Mario Vargas Llosa no hay que quererlo sino leerlo.
El peruano era insoportable para algunos, pero valioso para todos.
A propósito, él no decía que su lengua nativa era el español sino el arequipeño pues nació en la señorial y blanca Arequipa.
«Yo hablo y pienso en arequipeño», afirmaba.
Los ignorantes de la política, como en México los ‘chairos cuatroteístas’, lo alucinaban porque les decía sus verdades.
No exclusivamente a ellos sino a todos los déspotas no ilustrados, corruptos, farsantes y mercaderes del voto.
Y Vargas Llosa con su manejo genial de las ideas nos retrató a todos.
De México dijo que tuvo «la dictadura perfecta» con el PRI gobernando y a su Perú lo describió con una sola pregunta que se hizo universal para todos los países con gobiernos decadentes o fallidos: «¿En qué momento se había jodido el Perú?»
La expuso en su novela «Conversación en la Catedral» (1969).
Ah y la Catedral no era un templo sino una cantina limeña y quien se hace la pregunta es Santiago Zavala, el personaje principal, un periodista a través del cual retrata una época de decadencia moral y política del Perú bajo la dictadura del general Manuel A. Odría.
Hay que leerla o releerla, al igual que todas sus obras.
Ese es el mejor homenaje a escritor fallecido el domingo pero que no se fue del todo, nos quedan sus escritos, su esencia.
En «Conversación en la Catedral» se juntan las dos cosas que marcaron primigeniamente al peruano: el periodismo y la bohemia.
Vargas Llosa fue reportero antes que literato.
Comenzó a los 15 años en el periódico La Crónica y esa etapa la narra de forma más que magistral y divertida en su libro autobiográfico «El pez en el agua» (1993).
Le dedica el capítulo «Periodismo y bohemia» en el que plasma el perfil del periodista de aquella vieja guardia, la de los años cincuenta del siglo pasado: «un trabajo hasta la madrugada, noches de correría, prostíbulos, borracheras y despertar tardío».
Y describe el ambiente que había en la redacción que a varios de los dedicados actualmente al oficio todavía les tocó: «Estaba en su punto.
Una espesa nube de humo sobrevolaba los escritorios y las máquinas tecleaban.
Olía a tabaco, a tinta y a papel.
Se oían voces, risas, carreras de los redactores que llevaban sus cuartillas».
Siendo adolescente, a Vargas Llosa lo adoptaron los reporteros veteranos y le mostraron el submundo de Lima principalmente bajo la tutela de Becerrita, el redactor en jefe de la sección policíaca, temido y admirado por todos, maestro sin par y dueño de la noche durante la cual «se transformaba en un príncipe».
Becerrita cargaba pistola para hacer valer su autoridad, pero a la hora de llevar las primicias y redactar las notas era el mejor.
Cuando él salía a cazar la noticia acompañado por reporteros ayudantes -Vargas Llosa estuvo un mes bajo sus órdenes- el punto de reunión era siempre una cantina a la que entraba gritando: «¡Cerveza para los muchachos!»
EL SUEÑO DE PARÍS
Ya luego esos aprendices le tomaron el gusto y entonces los de La Crónica se ponían de acuerdo con los de La Prensa –diarios que, se suponía, eran rivales– para agarrar la juerga.
«Con frecuencia nos íbamos a tomar unas cervezas, los días de paga, a algún burdel».
La bohemia no eran meras borracheras inservibles, se convertían en tertulias sobre el trabajo periodístico y la literatura.
De ahí le nació el gusto por las letras para novelar.
«Haberme hecho saber todo lo que yo desconocía sobre libros y autores que andaban por ahí, en el vasto mundo, sin que yo hubiera oído siquiera decir que existían y haberme hecho intuir la complejidad y riqueza de que estaba hecha esa literatura que para mí, hasta entonces, eran apenas las ficciones de aventuras».
«Cuando teníamos algún dinero, en vez de ir a los chinos de La Colmena, íbamos a un sitio de bohemia chic: el Negro-Negro.
En ese sótano de los portales de la plaza San Martín yo me sentía en el soñado París, en una de esas caves en las que cantaba, allá, Juliette Gréco, escuchada por los escritores existencialistas».
Todo era una vorágine: copas, charlas, libros, meretrices y desveladas hasta que su mamá y sus tíos se enteraron y lo acusaron con el papá, el férreo e incontestable Ernesto Vargas Maldonado al que le dedica el primer capítulo del libro con el título «Ese señor que era mi papá».
«Le contaron que mis compañeros eran unos forajidos, borrachos y pichicateros y que qué podía hacer yo, un mocoso, en semejante compañía».
«Una tarde, al entrar a La Crónica, el señor Aguirre Morales -el jefe de redacción- me comentó con amabilidad: ‘Qué lástima que nos deje usted, mi buen amigo.
Lo vamos a extrañar; ya lo sentíamos de la familia’. Así me enteré de que mi padre me acababa de renunciar».
Vargas Llosa también aporta una anécdota ilustrativa sobre «ese señor que era mi papá» al que se topó en el burdel «La Maison de Santé».
Salía de estar con una prostituta llamada Magda que era su amante y de la cual se enamoró secretamente, y vio llegar al padre a buscar a la misma mujer.
«Fue un momento de alta peligrosidad», cuenta en sus memorias.
*Envoyé depuis Paris, France.